Foto: Fito Espinoza
Ella estaba recostada sobre su pecho.
“Te quiero, ¿sabes?”
Él le dio un beso a lo más cercano de su frente.
“Yo también te quiero”, le contestó.
Ella levantó la cabeza y subió hasta que sus ojos se encontraron directamente con los de él. Sonrió.
Antes ella no hubiera tenido la valentía de poder mirarlo a los ojos. Tenía miedo de perderse en los ojos de otro, verse vulnerable frente a él y enamorarse.
Había pasado por varias decepciones que fueron construyendo altas murallas a su alrededor, creando un laberinto del cual era casi imposible de escapar. Ella, en el medio, solo conocía su soledad.
Sabía que existía solo un camino para llegar hasta ella, pero no sabía cuál era. Hasta ese momento nadie se había atrevido antes a aventurarse en su rescate.
Nadie, hasta esa noche, había logrado lo que él logró. El único que decidió correr el riego de lo inesperado y decidió buscarla sabiendo que tal vez nunca podría salir de ese laberinto.
Y ahora ella se encontraba venciendo su miedo. Ahora miraba directamente los ojos del único que hasta hoy ha sido capaz de perderse en sus ojos.
“Valió la pena esperar-te”, le dijo.
Y ambos se perdieron en los labios del otro.